domingo, 30 de noviembre de 2008

RELATO: La Panadería de Fuencarral

Cada mañana se encaminaba al apeadero del cercanías, allí subía al tren que desciende a las entrañas de la ciudad, para continuar haciendo un trasbordo tras otro hasta llegar a su lugar de trabajo. Esto tiene Madrid, que cuando deseas que te trague la tierra lo consigues fácilmente, pero en breve termina escupiéndote en alguna otra boca de metro.

Ese día de noviembre había amanecido muy frío, pero no quedaba más remedio que comenzar la jornada y dirigirse a la alienante e impersonal oficina. Vivir en una gran ciudad tiene sus ventajas, cuentas con un amplio abanico de posibilidades y opciones para desarrollarte y divertirte; pero a la vez pierdes la esencia y la identidad que tiene un pueblo. Un pueblo no sólo es una localidad pequeña, es una realidad donde las relaciones son diferentes, donde el estilo de vida es mas pausado e interior, donde aquellos que lo habitan forman parte de esa esencia, de su “ser pueblo”.

Buscar un piso de alquiler barato lo habían llevado a residir en Fuencarral, uno de los barrios al norte de Madrid, que sin salirse de la gran urbe, contaba con buenas comunicaciones y un nivel de servicios aceptables. Por suerte, este “barrio” aún conserva algunas calles con evocaciones a pueblo, calles que debía atravesar cada mañana de camino al tren.

Eran pocas, pero en este barrio madrileño aún se adivina el antiguo trazado y los comercios de otro tiempo -hoy cerrados-, donde se puede apreciar la “esencia” de pueblo; y es que el casco antiguo de Fuencarral -aunque Madrid lo fagotizara hace casi sesenta años-, todavía conserva un firme de adoquines, estructura irregular de sus calles y casas con tejas… aun existen vecinas de toda la vida de Dios que se critican mutuamente, pero forman parte de una extraña comunidad solidaria que se importa y se protege mutuamente, que van al rosario por la tarde a su iglesia de toda la vida de Dios… quizás el Dios de toda la vida preserva estos espacios como burbujas donde lo trascendente-con-nosotros permanece.

Esa mañana le había costado la misma vida saltar de la cama, sin duda se levantaba de mal humor, con prisas como siempre. Además había dormido poco y mal enganchado a esa novela de Gala que se titula Las afueras de Dios… se quedó rumiando a oscuras ese párrafo lapidario que le hacía tomar conciencia de la lejanía de su pueblo y le recordaba que no terminaba de adaptarse al frenético e impersonal ritmo de la capital:

“dejó atrás cuanto fue lo más suyo, lo único suyo: su clima, su paisaje, su forma de enfrentarse con la vida y la muerte. Se separó de su tierra con el dolor con que separa la uña de la carne. La añoranza de la tierra amada tiene, en otros lugares, nombres rumorosos y entristecidos: magua y morriña por ejemplo. En andaluz no tiene nombre: es demasiado grande para dárselo. Porque quizá sean los andaluces los que más se desmorecen cuando extrañan su congénito patrimonio: el aire perfumado, la tibieza de las tardes, la brisa azul de las mañanas, la soleada y ocurrente conversación con los vecinos cuando la luz se va, en las puertas de las casas, sentados en sillas de anea sobre las aceras, o al pie del mostrador de una taberna umbría”


Tras una rápida taza de té, se abrigó bien y comenzó su peregrinar frío y cotidiano de noviembre. Aunque al cruzar por el antiguo pueblo de Fuencarral hubo algo que le recordaría las propias raíces y su identidad pegada a la tierra, era la panadería artesana que aún subsistía frente a las tiendas de pan al minuto.


Su temprano olor caliente y hogareño de pan recién hecho, que se convertía cada día en todo un símbolo del hombre y la mujer que se resisten a dejar su esencia, su identidad de “pueblo”, para confundirse en la masa informe.

Porque como en la Panadería, la masa deja de ser tal y toma identidad propia alrededor de la cual se pone la mesa; la masa deja de ser tal para convertirse en lugar de encuentro, en espacio del compartir, tiempo para el alimento…

En esta mañana fría de noviembre -mes de lluvias y difuntos- el olor a pan calentito y recién hecho anuncia el adviento de aquello bueno que no ha perdido, de aquella esencia familiar, cálida y en relación que tiene su casa, que tiene su pueblo.

Por un instante en el caminar, la imaginación hace correr el tiempo hasta los días previos a la Navidad, hacia esa época donde se actualiza y re-gusta una identidad que no puede borrar ninguna metrópoli, y que es actualizada por el olor a pan recién hecho.

Por un instante el olfato le trasporta a la niñez, a los preparativos de una fiesta que recupera su razón de ser si se gusta desde los sentidos. Este olor a pan despierta sus sentidos y sus recuerdos… evoca el nacimiento de barro y papel con el que los niños pretenden imaginar y reconstruir la ciudad de Belén. En algún sitio había leído que Belén significa “casa del pan”… hoy lo entendía, porque este olor a pan los transportaba a su pueblo blanco, que visto en la lejanía y de noche parece un pueblecito del Nacimiento.

Se trataba de un pueblo del sur de Andalucía, de callejas empinadas y paredes encaladas. En este pueblo la sincronicidad de los sentidos, además de un regalo blanco para la vista, permite el milagro de oír tañer las horas desde el ronco campanario, mientras los pies se te enfrían al pisar adoquines y charcos en el callejón de la Paz; es en esta callejuela en la que cuando te llega el olor a pan recién hecho ya puedes saborearlo aún sin probarlo.

Hablar de Paz en este pueblo, es hablar de un callejón umbrío que huele a pan. Este callejón encalado enriquece su estampa andaluza, porque está rodeado de hornos y tahonas… la de Domínguez, la de Molina… la de Periquito. La Paz de esta calle del Sur sin duda huele a pan recién hecho.

Sus evocaciones le llevan a pensar que no es casual que aquel niño judío, que nacería en Belén -Casa del Pan- y se autodenominaba el pan bajado del cielo, fuese considerado “Príncipe de la Paz”.

Hoy, a tanta distancia en años y en kilómetros, recuerda a de Emilio el Panadero, con su gran sonrisa bajo un gran bigote, que con la venta ambulante además de vienas, bollos, barras y molletes, en su furgoneta blanca -dibujada con una espiga dorada en la puerta- llevaba rosquillas de pico alineadas y colgadas de una guita blanca, y que era un sabroso regalo para los niños.

Hoy, a tanta distancia en años y en kilómetros, recuerda los bollos recién hechos de la tahona de Domínguez o en la Panificadora de Molina, ese plan blanco que despachaban sobre un blanco mármol y al que había que quitar el migajón caliente para preparar el bocadillo.

Hoy, a tanta distancia en años y en kilómetros, … la panadería de Fuencarral le ha trasladado a su pueblo, el penetrante olor a pueblo le evoca la dulzura, la ilusión y la fragilidad de la niñez… e incluso la blancura de estos sentimientos le ha hecho interiorizar y mirar hacia la Judea del año cero, aquella ciudad del rey David que siendo niño intentaba recrear en casa con un poco de papel de plata para el río y unas mal cortadas cortezas de alcornoque para construirle un castillo al despiadado del rey Herodes…

Y es que en Belén, como en cualquier pueblo, además de una identidad entrañable y hogareña, se da la dureza de corazón de aquellos que utilizan su poder, su influencia o su dialéctica política para marcar las pautas de quien puede acercarse al pan y quien no.

Es despiadado levantar muros y colocar el cartel de "propiedad privada" alrededor del pan que es de todos. Este olor y el recuerdo de su pueblo hace que tome conciencia sobre lo necesario de sentir antes "nuestro" que lo "mío": tiempo, cultura, techo, alegría… debe ser partido y compartido como el pan.
El olor a pan le despierta la conciencia y le denuncia que a veces mira al otro como “extranjero” por apreciaciones ridículas; como por ejemplo cuando viaja en el metro y no es capaz de descubrir en el otro el dolor por la lejanía de su propia tierra. El olor a pan le denuncia los prejuicios hacia el diferente que sin duda hace un esfuerzo por mantener su identidad de pueblo.

Todo esto le hace preguntarse por la dureza que supone salir del propio país, pues si para él resulta duro estar lejos de su pueblo, cómo se sentirá quien tuvo que dejar su tierra y alejarse muchos kilómetros. ¿Qué será sentirse extranjero? Debe ser duro no sentir calor, no tener amigos cerca… encontrar fronteras de rechazo, de incomprensión e impaciencia, que no te miren al corazón y no valoren tus acciones.

Esta mañana fría de noviembre, en su deambular por el antiguo pueblo de Fuencarral, gracias al olor a pan recién hecho y la evocación de su niñez en un pueblo del Sur, ha entendido la gran significación de Belén -casa del pan-, el primer lugar en el que la humanidad tuvo la oportunidad de descubrir en un frágil niño al protagonista de un encuentro misterioso entre lo divino y lo humano; donde se anunció, con un símbolo cotidiano como el es pan recién hecho, la Buena Nueva de calidez, apertura y acogida que es muy fácil entender en un pueblo blanco de Andalucía, pero que se esconde a la gran urbe tan ansiosa por las prisas… y con cada vez menos panaderías.


Madrid y Noviembre de 2006




.

domingo, 2 de noviembre de 2008

¿Qué es morir?

Noviembre es un mes gris... de castañas y mesa camilla, de primeras lluvias y de visitas al Cementerio.

Noviembre, mes de los difuntos, de las hojas caídas, de los días cortos y del invierno en puertas, tiene para la gente un carácter funerario. Sin querer se nos ha metido una mentalidad pagana al hablar de la muerte. Miramos sólo un aspecto terrorífico y macabro, la corrupción del sepulcro, el abandono de todos, la soledad de la tumba.

Resaltamos la parte negativa, del "somos polvo y ceniza" del pagano Horacio, hasta el punto de que el propio cardenal Portocarrero pensase que el mejor epitafio para su lápida fuese: Hic iacet, pulvis, cinis et nihil: "Aquí yace polvo, ceniza y nada".

A las concepciones paganas del Renacimiento se unió el espíritu morboso del romanticismo y la poca imaginación de los agentes de pompas fúnebres y entre todos han llenado los cementerios, cuando no las iglesias, de calaveras y tibias entrelazadas, esqueletos con guadañas, cítaras y columnas rotas...

Esa iconografía es ridícula y tiene muy poco de veraz, para los que tenemos fe la ocasión de la muerte es propicia para proclamar el artículo del credo: "Espero la resurrección de los muertos".

Pero morir nos iguala a todos, es el momento sublime de la vida por el cual todos pasaremos... "no se muere", en sentido pasivo, sino que "morimos", es decir, entregamos el alma al Creador. Morir es un acto humano, el más sublime y trascendental de todos, que a ser posible debe hacerse en plena conciencia.

Me encanta este soneto que D. Miguel Mañara, recogiera en su Discurso de la Verdad, a finales del siglo XVII. Todo este opúsculo da la descripción más barroca y sevillana sobre la concepción de la vida y de la muerte; una visión de la muerte como sólo un tránsito, pues morir sólo es morir, morir se acaba... Magistralmente, el pintor Valdés Leal supo representar esta idea en sus cuadros "In ictu oculi" y "Finis Gloria Mundi".

Con este mensaje vaya mi recuerdo hacia todos aquellos que nos han predecido y ya han cruzado este "umbral de Esperanza".

¿Qué es morir?

Vive el rico en cuidados anegado
vive el pobre en miserias sumergido,
el monarca en lisonjas embebido,
y a tristes penas el pastor atado.


El soldado en los triunfos congojado,
vive el letrado a lo civil unido,
el sabio en providencias oprimido,
vive el necio sin uso a lo criado.



El religioso
vive con prisiones,
en el trabajo
boga oficial fuerte,
y de todos
la muerte es acogida.

¿Y qué es morir?
Dejarnos las pasiones.

Luego el vivir
es una amarga muerte

Luego el morir
es una dulce vida